Reflexiones sobre cómo el amor moldea nuestra identidad femenina y alimenta la escritura introspectiva
«El tiempo de la escritura nada tiene que ver con el de la pasión» Annie Ernaux.
Me he cansado de pedirle que se aleje de mí; por más que intente, aún no he podido deshacerme de él. A dónde quiera que vaya, me sigue y se calla, se piensa tan mio y me es tan ajeno, que no puedo más que sentir pena por él. Solo cuando la oscuridad lo consume me es imposible verlo, pero incluso en medio de la noche, lo pienso.
Cuento las horas que faltan para que el sol se ponga y él regrese a mis pies, sigiloso. Me está volviendo loca. No soporto el deseo que tiene de arrancarme la poca vida que me queda. Aún menos tolero verme siempre reflejada en él. Pero si se fuera, si me dejara de nuevo, como tantos, como todos, la luz dejaría de entrar en mí y me convertiría también en sombra
Me he cansado de dejar que la contradicción del amor gue mi vida. A veces me hace querer comer hasta el último bocado de mi plato y otras me deja sin hambre por días. Siempre me quiere dispuesta, atenta y centrada cuando los otros están dispersos, inciertos, lejanos. El amor me secuestra la razón y me vuelve esclava de mis impulsos.
El amor para Hemingway habría sido una botella de ginebra, para Bukowski, un infierno de ausencia. El amor para Kafka sería una carta a Milena y para Benedetti, miel sobre hojuelas. Supongo que saben por dónde va la cosa; dejo que el amor rija mi vida porque soy escritora y vivo enamorada de lo que da sentido a mis letras
Tenía nueve cuando leí La Iliada por primera vez. No me asombró la magnitud de la guerra, sino que su causa fuera el amor de Paris por Helena. El amor es deseo y el deseo es derrota, por eso los estrategas, los genios y los dictadores no se enamoran. Pero las mujeres sí: amamos en carne y hueso, por eso la vida se nos va en ello.
No sabemos vivir si no es por el otro, quien siempre parece ver hacia el lado contrario. He visto a mi mamá llorar más veces por un hombre que de felicidad. Me embriagué por un corazón roto antes de saber lo que era un orgasmo. Observé a mis amigas ser siempre la otredad de una existencia insignificante, a comparación de ellas. Tuve que aprender a ser de alguien cuando ni siquiera había pasado el suficiente tiempo conmigo como para ser de mí.
Durante siglos, las mujeres hemos vivido a través de la sombra de nuestros hombres, reduciendo nuestra existencia a sus órdenes más directas, y a eso le llamamos amor.
La dolorosa intimidad con que Annie Ernaux lo describe en “Pura Pasión” me hace pensar que quizás, las mujeres sufrimos ser el otro sexo en colectividad y no hacemos nada al respecto.
“Yo le miraba mientras se abrochaba la camisa, se ponía los calcetines, los calzoncillos, el pantalón, se giraba hacia el espejo para hacerse el nudo de la corbata. En cuanto se hubiera puesto la americana, todo se habría acabado. Yo no era más que tiempo pasado a través de mí”
Yo no era más que tiempo pasado a través de mí. No era una escritora, ni una hija, ni un alma propia. Yo era solo el instante en que él había puesto sus manos sobre mí. Yo era el revolcón que nos dimos y los segundos de placer que le otorgué a su cuerpo. Sería menos trágico que Ernaux lo hubiera escrito así, como una declaración de indiferencia de él hacia ella, pero al leerlo no pude evitar sentir que sus letras estaban intentando que yo también me enamorara de él.
No hay escándalo tras la desaparición de la autora, nada importa que su mera existencia quede reducida a un instante, sino que él no la corresponda. El amor para nosotras es una prueba inequívoca de incondicionalidad; para ellos, la reafirmación constante hacia su narcisismo: el amarse a sí mismos y amar en nosotras el amor que les tenemos. Qué absurda nuestra visión. Qué aburrida tal obsesión.
Ya lo dijo Simone de Beauvoir:
“El día que una mujer pueda no amar con su debilidad sino con su fuerza, no escapar de sí misma sino encontrarse, no humillarse sino afirmarse, ese día el amor será para ella, como para el hombre, fuente de vida y no un peligro mortal”.
Sí, pero hasta Beauvoir se enamoró, y para muchos no fue más que la mujer de Sartre. De ella y de Ernaux recupero la valentía para nombrarlo, para no ser más una escritora cuyas letras solo sean la prueba de la existencia del otro a través de mí, sino ser la historia misma. Dejar de vivir el placer como un dolor futuro, porque yo soy el ahora.